La Casa de Borbón
y el resurgimiento de España.
Juan B. Lorenzo de Membiela
Gracias a la Casa de Borbón, España recupera su hegemonía en el mundo. Eran vientos ya conocidos por el imperio siglos atrás, y aprovéchándolos emprende una modernización dirigida al incremento de la competitividad en todos sus ámbitos. En la Armada, el s. XVIII, es el más extraordinario conocido.
Dado el precario estado de salud
del rey de España, Carlos II, las potencias extranjeras se posicionan a favor
de los distintos candidatos a la sucesión.
El Consejo de Estado se inclina a favor del duque de Anjou. La decisión última pertenece al papa Inocencio XI quien comunica al monarca
español su elección por el candidato francés. Es nombrado heredero a la muerte
del rey que ocurrió en noviembre de 1700.
El
conflicto armado que originó dicha opción concluyó mediante los Tratados de Utrecht firmados entre 1713
y 1715. Arrebató a España de, prácticamente, todas sus posesiones en Europa obligándola
a abrir sus puertos al comercio de Inglaterra, nación que fue la ganadora de la
contienda.
Tras
Utrecht, Inglaterra y Francia quedaron como naciones preponderantes en
perjuicio de España y Holanda.
La
Casa de Borbón instaurada en el trono de España no adoptó una política
rupturista con Carlos II. Prosiguió con las reformas emprendidas reduciendo el gasto público e incremento de
los ingresos. Pero se necesitaban cambios más profundos.
Los
Decretos de Nueva Planta dictados entre
1707 a 1716 intentaron abolir el principio aeque principaliter, por la que los reinos
agregados a la monarquía hispánica mantenían sus propios fueros lo que
provocaba el mantenimiento de aduanas y una tributación independiente, en
cualquier caso, no coordinada con la Corona.
El sistema impositivo castellano
es rechazado por Felipe V por anacrónico y perturbador[1]
adoptándose el francés, más uniforme y coherente. Encomendó esta función a Jean Orry.
La
Nueva Planta perseguía, en lo que atañe a lo tributario, imponer a los reinos
de la Corona de Aragón una carga impositiva similar a la soportada por Castilla
lo que en un principio se confió al «equivalente
en Valencia».
La finalidad de estos cambios
persiguió la introducción del «impuesto
único». Institución fiscal que integró las ideas reformistas de los
ilustrados durante el s. XVIII: cada individuo debería contribuir según lo que
gana y tiene. La medida tuvo una desigual aplicación[2].
Se
dictaron instrucciones para unificar un mercado interior antes disgregado por
aduanas.
No tuvo el resultado esperado de modo inmediato, pero si implanto un
antecedente unificador que se alcanzaría posteriormente.
Felipe
V supo
aprovechar el crecimiento económico de Europa, el alza demográfica[3]
y el auge de los virreinatos americanos. Ayudaron y
mucho las reformas del monarca que intentaron cambiar a un
reino con estructuras anquilosadas distintas a las imperantes en las monarquías
más prosperas.
Fomentó
la intervención del Estado en la economía, favoreció la agricultura y organizó
un plan industrial ambicioso mediante la creación de manufacturas reales.
A
esta iniciativa se debe la creación de las Reales
Fábricas de Paños y Sarguetas de San Carlos, en Guadalajara, creada en el
año 1719; la Real Fábrica de Tapices, en
Madrid, creada en 1721; la Real
Fábrica de Cristales de La Granja, en La Granja de San Ildefonso, creada en
1727, entre otras, fundadas por Fernando VI y Carlos III.
Es en este siglo XVIII cuando se
produce el ascenso de una sociedad de consumo, no solo porque hubiese más
población sino porque se hizo más
dependiente del mercado.
Se
estimula el comercio interior reduciendo los tributos e imponiendo aranceles a
las importaciones extranjeras. Junto a otras reformas fructíferas, Carlos III
aprobó las Sociedades Económicas del País, centros de encuentro y debate para
promover ideas y negocios. Es plasmación de otras entidades similares que
existían ya en Europa; fue muy célebre la de Dublín, pero también existían en
Suecia, en Francia, en Toscana.
La monarquía
fue consciente de la necesidad de generar una nueva política mercantil en el imperio español y de concebir una
mejora en la Carrera de Indias para incentivar el comercio.
Hasta
1735 se mantuvo el sistema de flotas y galeones, pero a partir de esta fecha se
autoriza a particulares promover el fletado de buques para su comercio
inscribiéndose en el Registro. La flota
dará lugar al convoy[4].
El
rey fomentó la creación de compañías
privilegiadas a modo de Holanda e Inglaterra. Se intentó, aunque
fracasaron, la Compañía Náutica, de 1701; la de Honduras, de 1714, la de
Galicia, de 1734.
El
25 de septiembre de 1728 se creó la Real
Compañía Guipuzcoana de Caracas por medio de Real cédula de Felipe V
concedida a comerciantes de la provincia de Guipúzcoa para operar en Venezuela.
Era una sociedad participada por acciones. Desarrollo su actividad entre 1730 a
1785.
Otras
compañías privilegiadas fueron la de
Barcelona en 1756, la de La Habana en 1740 y la Real Compañía de Filipinas
creada por Carlos III en 1785, entre
otras menos relevantes.
La armada recobra un protagonismo
decisivo para la nación y sus territorios. Conviene recordar que, en España, el renacimiento de la marina fue un
objetivo prioritario conforme a los propósitos modernizadores del nuevo monarca
Felipe V. Consecuencia de ese deseo se materializan distintos estudios.
La
idea de renovación marítima es
plasmada por el maestre de campo y ministro de la Real Junta General de
Comercio y Moneda, Jerónimo de Urtáriz
en su obra Theorica y practica del
comercio y marina, publicada en 1724. Obra que influyó decisivamente en
otros autores como Miguel de Zabala y
Auñón en su libro Representación al
rey NS Felipe V, dirigida al más seguro aumento del Real Erario, publicada
en 1732.
También
es recogida en la obra del III marques
de Santacruz, Álvaro Navia Ossorio, Rapsodia
económica-política-monárquica, publicada en 1732 y en Bernardo de Ulloa en su libro Restablecimiento
de las fábricas y comercio español en 1740.
Potenciar
la navegación fue una idea que también defendió Bernardo Ward, director de la Casa de la Moneda, en su obra Proyecto económico, publicada en 1779.
Junto a él, otro discípulo de Urtáriz, Pedro
Rodríguez de Campomanes, ministro de Hacienda en 1760 con Carlos III. Publicó su obra Reflexiones sobre el comercio español e
Indias en 1790.
Fue Fernando VI quien dictó la primera
disposición liberalizadora del comercio peninsular. Se trataba del Real Decreto e Instrucción de Comercio Libre
de Barlovento publicados el 16 de octubre de 1756. Con ellas se habilitan
nueve puertos metropolitanos, entre ellos el de Barcelona, para el comercio
libre con Antillas[5].
En concreto para Barcelona se funda, en el
mismo año, la Real Compañía de Comercio
de Barcelona que obtiene el monopolio del tráfico mercante con Puerto Rico,
Margarita y Santo Domingo además de la autorización para fletar diez buques con
destino a Honduras y Guatemala y el derecho de flete de La Habana[6].
El
16 de octubre de 1765 la Corona declara el libre comercio de los puertos
peninsulares con América acabando con el monopolio de Cádiz como único puerto de
salida de mercancías. Esta decisión
impulsó a los puertos de Alicante, Barcelona, Cartagena, Gijón, La Coruña,
Cádiz, Málaga Santander y Sevilla con las islas de Cuba, Santo Domingo, Puerto
Rico, Trinidad y Margarita.
En 1774 se autoriza el comercio libre con
Nueva España, Guatemala, Nueva Granada y Perú.
En 1765 se permite a los
catalanes comerciar con Antillas y en 1775 con América del Sur y México lo que
estimuló el crecimiento económico y prosperidad de localidades como Barcelona,
Salou (Reus) y Arenys de Mar.
Por
medio de la pragmática de 12 de octubre de 1778, Carlos III pública el Reglamento y aranceles reales para el
comercio libre de España a Indias. En su preámbulo se dicta:
«Teniendo como fin la felicidad de todos sus
súbditos, había llegado a la conclusión de que solo un comercio libre y
protegido entre europeos y españoles de América podría restaurar la agricultura
y la industria […].
Se
habilitan 13 puertos españoles para comerciar con América y veinticuatro
americanos a salvo los puertos de Nueva España y Venezuela autorizados,
únicamente, a comerciar con Cádiz y San Sebastián. Se negó la habilitación a
los puertos de Bilbao, El Ferrol y El Puerto de Santa María.
Venezuela
quedo fuera del ámbito normativo de esta pragmática hasta 1788, por aquel
entonces gestionada por la Compañía
Guipuzcoana de Caracas.
Para
Anes, las medidas liberalizadoras y la formación de un gran mercado originaron
una gran prosperidad económica[7],
tanto en España como en los virreinatos de Nueva España y del Perú.
En
cualquier caso, el término «libre
comercio» debe matizarse. Sí hubo una ampliación de puertos españoles para
comerciar, pero no para los extranjeros.
Para los productos foráneos se gravaron con aranceles. Y se exigió a los
dueños de los barcos que el capitán y las dos terceras partes de la tripulación
deberían ser españoles.
Se
ha demostrado que en el período 1784-1792,
los comerciantes españoles consiguieron mayores flujos comerciales en América
que sus homólogos ingleses[8].
A partir de 1797-1801 surge una crisis
comercial que colapsa toda la expansión alcanzada. De nuevo las guerras contra
Inglaterra, incremento de los gastos militares, subida de impuestos, inflación,
depreciaciones monetarias, desamortizaciones a Ayuntamientos … fundamentan esta
recesión que se extiende al siglo XIX.
La
debilidad de España condicionó su política internacional y su dependencia a
Francia frente a un enemigo común: Inglaterra […].