La soledad de los moribundos (( 7 min.)
©Juan B. Lorenzo de Membiela
Doctor por la UV
Norbert Elías escribió « La soledad de los moribundos » en 1982 en Alemania. La primera traducción al
español fue en 1987, mostrando
una de las caras más sombrías de la
modernidad que hoy vivimos. No afrontar el hecho del envejecimiento o la decrepitud de la vida y no enfrentarse a su fugacidad. Estos dos comportamientos responden
a la cultura del hedonismo que valora
la « congelación en la juventud »
y el rechazo del sacrificio en favor del
confort. Todo lo bello y placentero se
admite excluyentemente sin importar si
es o no bueno. Se denosta a la
vejez como producto suburbano que es
imperioso ocultar.
El goce en lo vital que se ha desarrollado en occidente causa que el colectivo de los mayores y enfermos, acabe en residencias o centros asistidos. Es algo visto con normalidad y que nadie repara en ello. Hubo otros tiempos
en que el hombre vivía y envejecía en su
casa como señor de ella. Hoy, la frialdad de las habitaciones compartidas en
hospitales, in extremis vitae, en
residencias o geriátricos, desarbola toda la nomenclatura psicológica del
apego, recuerdos y vivencias. Consuelo no más y nada menos. Cuando más se
ansía un apoyo, una caricia, una
palabra, solo el sacerdote, el enfermero, el
auxiliar o el celador son las únicas personas a las que poder pedir algo de caridad. Insuficiente siempre porque se ansia sentir, ver y tocar a la sangre de tu sangre. Y ello
porque es la prolongación de tu «
yo » en el tiempo.
«
Senectus insanabilis morbus est » (La vejez
es una enfermedad incurable) y ello justifica
una huida de los
mayores a quienes se mira con la perspectiva del ocaso y no con la perspectiva
de un futuro, más o menos próximo, pero futuro.
Sabemos que nunca dominaremos la
naturaleza, que nuestro organismo nunca
llegará a ser inmortal y ello puede ser descorazonador y limitativo (Bauman, 2007:82). Horacio ya lo proseó hace milenios: « La brevedad de la vida nos impide concebir
esperanzas a largo plazo».
El alejamiento del sentido
religioso de la vida provoca una
angustia ante el vacío de respuestas que fundamenten nuestro fin y trascendencia.
A pesar de que la vida tiene una finalidad que está grabada en todas las fibras
del hombre y es propia de su sustancia humana ( Levi,2007:119).
Para el filósofo Ernst Tugendhart
la muerte se representa como una amenaza porque nos arrebata la oportunidad de darle a
la vida un sentido. Pero también provoca
algo positivo y es crear una relación
volitiva con la vida: implica el reto de actuar y la libertad de asumir
uno mismo la forma en que se vive.
Para el científico austriaco Konrad Liessmann todo quien reflexiona sobre la finitud
de la
vida se desenvuelve mejor en el control de la angustia que provoca. Pero también quien
asume la consciencia de su limitada existencia está en mejores
condiciones para valorar lo que tiene
que ofrecer al mundo, a la sociedad y a los suyos.
Todo ello explica cómo
soportar la irremediable caducidad del hombre en el mundo. Hace siglos se dijo: «
vive ut post vivas »
(vive de manera que después de la muerte
vivas). Es algo más alentador que esta racionalidad que sufrimos que reduce al
hombre a una contingencia animal sin espíritu. La generosidad de darse a los
demás, siendo loable, no logra respuestas a preguntas definitivas.
La tragedia de hoy consiste en lo infructuoso de
explicar la muerte con la
tecnología desarrollada. Como resulta imposible se recurre o a la evitación del tema o a enfatizar la llamada
« inmortalidad personal » y
trasladar el problema a los demás (que
son quienes mueren). O desarrollar
estrategias dirigidas a un goce complaciente, a modo como lo explicita Huxley, sin mayor trascendencia.
El humano es el único ser vivo que tiene consciencia del final de su existencia. No es que expire sino de lo
inevitable del hecho antes de que llegue a ocurrir. Y ese conocimiento motiva, en general, un distanciamiento hacia todo lo que recuerde
nuestra transitoriedad.
En su huida provoca la ruptura
cultural del anciano y su carga pedagógica del pasado con sus generaciones postreras. Es decir, se
mutila experiencias vitales para afrontar un presente y un futuro sólo con la computación. La vida,
por desgracia, tiene demasiadas variables que la hacen pintoresca, casi
abstracta, absurda. Pero aprender de
la experiencia de otros siempre es una
lección por aprender.
La solidez del postmodernismo hoy,
quiebra ante necesidades vitales. No son tiempos de soberbia. Una consecuencia positiva
debemos reconocer a la crisis sistémica de 2007 : gracias a sus mayores
muchas familias pueden seguir sobreviviendo aún
en el desempleo. No falta generosidad a
quienes viéndose abandonados por los
suyos los reciben, hoy, con la paz del pan y el calor domestico.
Justo es recordar a la etnia
gitana, cuya cultura les inculca un reverencial respeto y cuidado
a sus mayores sin mayores excusas
y pretextos. Honran al antiguo refrán castellano: «
Casa en donde no hay un viejo no vale un pellejo ».
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