Caducidad de la vida humana (micro-ensayo)
por
Juan B. Lorenzo de Membiela
En los postres me hizo una confesión que me dejó pensativo:
-Preferiría morirme a ser un viejo demenciado, sin juicio, sin
razón, sin sentido.
Fue inevitable pensar en el
sufrimiento, en el vivir sin consciencia; una vida sin la vida que consideramos
como tal vida. Fue inevitable pensar
sobre el misterio de la existencia. Ineludible recordar a Séneca para quien el
final de un sufrimiento es un paso adelante de otro que se avecina.
Me vino a la mente
imágenes de cómo una juventud llena de color y risas puede acabar, no se sabe cuándo,
en un coche de ruedas asistido por enfermeros. De cómo andar libremente
sintiendo el aire en el rostro, uno queda confinado en una habitación con
televisión o radio como única ventana al mundo.
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- ¿Para qué vivir si no puedo valerme por mí mismo?: ¿Si no
puedo alimentarme con mis manos, ni oír con mis oídos ni andar sin ayuda? ...me
dijo.
No supe qué contestar.
Instalados en un consumismo en
donde la calidad de vida se mide por el gasto banal o el gozo artificial
causado por lo toxico, pocas respuestas encontramos que justifiquen existencias
amputadas por el infortunio o la enfermedad.
¿Es algo tan insoportable
afrontar la vejez o el sufrimiento?
Es un tema que hoy, además, está
de actualidad en Europa y en países avanzados en donde se intenta poner fecha
de caducidad al hombre.
En Bélgica, el 40% de la
población se muestra partidaria de «parar» los tratamientos a personas mayores
de 85 años (IC, julio de 2019). Paralelamente, la eutanasia legalizada se
incrementa progresivamente.
Es paradójico… cuando los medios
de comunicación no cesan de informar sobre avances científicos que alargan
la vida, con más virulencia penetra la cultura de la muerte.
Y ello puede ser explicado porque
no solo se quiere vivir más, sino que se quiere vivir en una constante y
frenética juventud, en una embriaguez continua, siendo
protagonistas intensos de todo lo que suceda. La imposibilidad de vivir con esa
intensidad genera una insatisfacción y decepción radical.
Si no disfruto, no existo.
Un infantilismo impuesto por la perfección
estética que se publicita se niega a aceptar los roles propios de la edad.
Ya lo dijo La Rochefoucauld en sus Aforismo: «poca gente domina el arte
de saber envejecer». Y también hay un motivo en esto.
El respeto y veneración a los
mayores – que existe en otras culturas- ha desaparecido porque la gente se dedica más
a cultivar su cuerpo y practicar ciclismo, skate, roller, BMX, Parkour, longboarding
entre otros que a importarles lo que la vida enseña a través de sus ancianos: ¡cuánta
miopía ¡ Y luego buscamos en los algoritmos de la inteligencia artificial respuestas a mil
preguntas.
Hay prepotencias que se pagan
caras por mucho que se cultive el musculo y por poco que se abone la mente.
¿Solamente el hedonismo es
verdadera existencia? Es sorprendente cómo se olvidan los sacrificios que asumieron
generaciones pasadas, se olvidan los testimonios de adversidades, la
resiliencia frente al sufrimiento, el fracaso, la superación, la abnegación, la
ambición por alcanzar metas asumiendo sacrificios…en suma, ser persona ante un
mundo que hay que ganarlo.
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Y junto al gozo y placer se inculcan
unos mismos parámetros de actuación.
No debe extrañarnos. Se pretende excluir lo propio y autentico de cada
persona, por una educación plana, sin aristas, sin márgenes, todo normalizado,
maquetado e institucionalizado.
Si todo es semejante todo tendrá un
comportamiento previsiblemente idéntico. No deja de ser una hábil herramienta
de manipulación porque de un modo u otro se suprime el libre arbitrio por el
miedo a ser distinto a los demás y siempre se teme el rechazo y el consiguiente
aislamiento.
El rechazo es una poderosa
herramienta de compulsión y el aislamiento, una guillotina social
sofisticada, efectiva y limpia.
Pero este mundo feliz sin dolor,
sin fracaso, sin metas personales, todo previsto y ordenado, acrítico frente a
los poderes, ciudadanos reducidos a súbditos o camaradas sin saberlo. Narcotizados
por la tecnología y el deleite tiene contrapuntos que nos devuelven a una
realidad que es imperativa y disonante.
Precisamente el sufrimiento es
lo que nos recuerda nuestra condición humana, que es frágil y efímera.
Caminando por las calles de
cualquier ciudad puede observarse cómo muchas personas se esfuerzan para
superar sus limitaciones por la edad, por la enfermedad, por las
imposibilidades físicas.
No he visto amargura, ni aflicciones.
Tampoco desesperación. He visto ganas de luchar y ganas de vivir.
Sea en silla de ruedas, sea en
camilla, la gente se aferra a la vida porque hay cosas hermosas que sentir,
ver, oír y paladear. Es hermoso pensar y volar con la imaginación en mil
historias, junto a la gente que amas y te aman. Es hermoso que te lean novelas,
aunque estés postrado en cama.
Salen a las calles paseados por
familiares o amigos y se deleitan de participar en el bullicio de una terraza
de verano. Hay grandeza en ello y bravura porque enseña que nadie es diferente,
aunque físicamente lo aparenten. La persona es algo más que una corriente y vulgar
anatomía.
Se aferran a la vida con decisión
como el sediento corre con ansia a una fuente para hidratarse.
No buscan autoexcluirse en una
soledad que carcome, sino que buscan interaccionar, buscan el trato amable
y la conversación amena.
Esta es la respuesta que me
hubiera gustado dar a mi comensal.
Vivir para vivir, tan sencillo, tan complejo.
Con dolor, con problemas, si, pero también con proyectos, aspiraciones y alguna
que otra inocente ambición. Es mucho lo que la experiencia enseña y mucho lo
que se puede avanzar con ese conocimiento, es eficiencia productiva pura.
Vivir para uno y para los demás.
Nuestra existencia testimonia hechos propios y de otros que han depositado mucha
esperanza y mucho amor, pero también algunas otras cosas menos afectuosas
que no merecen ser defraudadas.
Cosificar a los mayores y negarles
toda participación es rechazar toda la sabiduría que han ido acumulando
durante tiempo, tiempo que los más jóvenes carecen e ignoran en su vanidad excluyente.